lunes, julio 24, 2006

Calor violento - Mariela Arzadun

Cautelosamente le había colocado alrededor del cuello, una triste bufanda a cuadros ocres y verdes en distintas tonalidades. La tarde se había repuesto del miedo. Asombrada por los rayos de un violento sol invernal que presumía su subsistencia nutricia. Y Sofía se agarraba las manos hasta estrangularlas en un giro de calor viril y somnoliento. Nadie en la vereda que dejaba ver sus secretos levantando los párpados al paseante orgulloso y seguro de sí mismo. Nadie barriendo las caricias indiferentes de las ramas a los solitarios árboles que acompañaban la escena.
Separarnos. Había sido una decisión inconsistente, dolorosa, esperada. Me mordía los nudillos mientras lo miraba caminar ahora sin ruido, sin mirada, sin calambres en la boca. Había sido un acto solidario con el ayer. Ese ayer acuoso en sus vivencias de asombro y frías confusiones. Un ayer tan cercano en su inmovilidad de cuadro barnizado. Y tan lejano en sensaciones fuertes y estimulantes. Pero había sido en definitiva un gesto de compromiso con el presente. Tan blanco, tan peligroso y seguro de existir.
Me reí, me reí mucho durante un largo rato burbujeante en su novedad. Al llegar a mi casa lo primero que sentí fue el aroma a té de canela. Cuando apoyé la taza sobre la mesa escuché un fuerte ruido en la biblioteca. La estantería de libros de poesía se había caído completamente sobre una pequeña mesita de cedro torneado, derramando el florero que me había regalado mi padre hacía algunos años, luego de haberse divorciado de su mujer.
Algunos libros habían sufrido el golpe de suerte. Empapados como estaban, empecé a leer uno de ellos: “...su cola enroscada todavía, brillaba en la oscura recámara de aquella cueva decorada con pinturas de cuerpos desnudos, llenos de cicatrices. La marca de la lujuria en los ojos hinchados denunciaba el origen de esos cánticos. La inconclusa ceremonia de cabellos cobrizos y negros levantaba sus labios a los dioses. Las manos unidas en un grito de guerra para enfrentar al malvado de horribles premoniciones. El cuchillo en alto de la duda castigaba a los más decididos en sus súplicas. Todos estaban preparados para morir. El de gestos más elocuentes y mirada serena había establecido la hora indicada. El silencio se estaba imponiendo sobre la multitud hipnotizada...”
No pude seguir leyendo porque una desgraciada gota había borrado definitivamente, el desarrollo posterior de la escena. Me acordé del humeante té al ver los vidrios de la ventana empañados y dejé el libro a secar sobre la estufa. No pude evitar escribir con el dedo algunas frases al pasar: “semántica – mente incorrecta, se sienta, se fuma, se esconde, revienta, mecánica – mente.” Me detuve unos momentos a contemplar la frase. El sentido se arremolinaba como el aroma a canela que engatusaba toda la habitación. Trepaba por las plantas, tironeaba hacia arriba y hacia abajo, como queriendo apoderarse del aire y asfixiarlo en un mordisco suave y corto. El teléfono me sacó de mis cavilaciones. Casi derramo la taza del susto. Hay instantes que perduran en su futilidad de residuo decoroso. Y de repente, sin aviso, cae el deshonroso tiempo dejándonos la garganta seca y la mirada atónita de falsas supersticiones y sensaciones vanas. Yo contengo lo poco que creo hasta que me pinchan sin remedio. Y vuelvo a participar en la escena en la que vivo.
Pude sostener sin asco la conferencia a través del teléfono. No podía entender el número que algunas personas se empecinan en mantener a tono y en salud. (si es posible en esta época). Mi mensaje no había tenido el efecto buscado. Por ello debí esmerarme en explicaciones que yo creía innecesarias, y hacer de mí un ser insensible y tosco, para que mi interlocutor permaneciera conforme con su mundo. Y separado del mío. Algunos se acostumbran a vivir entre paredes sólidas y bien cocinadas y no pueden ver el cielo o la vereda, como fenómenos naturales y esperables. Tampoco pueden permitir el extraño llamado invisible del deseo. El curso sagrado de la fe.
Un malhumorado vecino canturreaba obscenos dictámenes hacia una desprevenida y senil oyente desdentada. Un suave y casi imperceptible polvo salitroso caía desde el techo de mi cocina, maquillando la pulcritud inservible de los utensilios y obsequios para el estómago. Un descarado agujero se sumergía por la lámpara hasta penetrar en el sitio opuesto a mi departamento. Producto del amor entre cónyuges, supuse yo por no afirmar el ojo por debajo de la ceja. Los recientes inquilinos se levantaban en armas sólo de noche. Parecía estar dominados por un furor enmascarador de situaciones reales y convincentes. Lograban al menos sentirse vivos un momento del día. Dejar correr la savia roja entre labios partidos y doloridas piernas azules, y ventanas cubiertas de hollín y sal gruesa. Todo sacudido en reproches elegidos por la costumbre y el desodorante de ambiente. Sacudidos por la ira o el poder. Sometidos al espectáculo entretejido de fatalidad y curioso raciocinio de vidriera.
Colores sólidos se presumían del otro lado del agujero ceniciento. Detalles de un saber corrupto en olores paganos y carnes frígidas en su calvicie. Difusos contornos de amaneceres criminales en su origen reiterado. Raptoras cadenas.
Sólo escuché palabras sueltas arrancadas al almanaque de lo inconcluso. Y me dispuse a limpiar aquel derroche de humanidad disecada por el hábito. El truco es poder defender lo poco que queda de esas ruinas.
El marco de unas fotos que tenía sobre una repisa se había manchado sin remedio. Carcomido como estaba intenté soplar el pegajoso aire que atrapaba aquel recuerdo. Pero mis dedos se llenaron de una sustancia blanca y sucia que hacía de relieve sobre mis huellas digitales. Quise lavarme rápidamente pero el jabón se mezclaba, y no lograba imponerse al caótico pigmento. Caminé hacia la ventana de agudos cristales derretidos a buscar una toalla en los elegantes y pulcros cortinados. Ya resolvería después qué hacer, con esas manchas poco hospitalarias para cualquier auditorio oculto pero con tajos en los ojos.
Me ardía fuertemente el estómago. Un vaso de agua no logró apaciguar la marca de furia con la que se me sublevaba el cuerpo. Los vecinos dejaron de gruñir sus fracasos. La dueña de casa dejó que la sangre empezara a correr por sus pezones. Mientras me limaba las uñas escuchaba el golpeteo de la ducha sobre sus cuerpos santificados en esmaltadas culpas y crudas represiones. Lo más humano que tenemos es simular no serlo. La cólera del fuerte esconde la vulnerabilidad del límite preciso. Del miedo. O la soberbia. Deberíamos rendirle culto a lo pequeño. La hormiga no seduce pero pica. El espejo distorsiona y le creemos.
Alguien tocó a la puerta de afilados marcos somnolientos. Era mi vecino de arriba. Preocupado por un olor extraño que, según él, sacudía a todo el edificio. Simulé una sonrisa tranquila y despejada. Y le dije que “estaría atenta” a cualquier movimiento sospechoso. Al decir esta última palabra, respiré hondo y pausadamente. Debía afinar la garganta para futuros rencores. Quiso entrar a mi departamento pero percibió el rechazo en mis gestos desvergonzados. Suelo ahuyentar a la gente con arte y esmero prolijo. A veces logro que se persigan con sus propios miedos y no digan nada. Los más fuertes me injurian mientras se dejan lamer el miembro erecto.
Prendí las luces del dormitorio porque estaba todo bajo las sombras. Pero explotó la lamparita sin temor a salpicarme con sus inmundas chispas. Intenté reponerla pero no hizo falta.
Al volver sobre mis pasos, el fuego ya estaba rompiendo la estufa entre hojas de un libro abierto en tinta escrita por fanáticos amantes y malevos deseos.